LA LUZ hierve debajo de mis párpados.
De un ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales, surge una tempestad. Desciende el llanto a las antiguas celdas, advierto látigos vivientes
y la mirada inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.
Todo es presagio. La luz es médula de sombra: van a morir los insectos en las bujías del amanecer. Así
arden en mí los significados.
HAY una astilla de luz en la apariencia de la eternidad, hemos lamido, casi amándolas, membranas invisibles, no hay más que invierno en las ramas inmóviles y todos los signos están vacíos.
Estamos solos entre dos negaciones como huesos abandonados a los perros que nunca llegarán.
Va a entrar el día en su habitación calcinada. Ha sido inútil la sutura negra.
Queda un placer: ardemos
en palabras incomprensibles.
HE TIRADO al abismo el hueso de la misericordia; no es necesario cuando el dolor es parte de la serenidad, pero la lucidez trabaja en mí como un alcohol enloquecido.
Sé que las uñas crecen en la muerte. No
baja nadie al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar la falsedad, nos desollamos y
no viene nadie. No
hay sombras ni agonía. Bien:
no haya más que luz. Así es
la última ebriedad: partes iguales
de vértigo y olvido.
VI LAS bestias expulsadas del corazón de mi madre. No hay distinción entre mi carne y su tristeza.
¿Y esto es la vida? No lo sé. Sé que se extingue como los círculos del agua. ¿Qué hacer entonces, indecisos entre la agonía y la serenidad? No sé. Descanso
en la ignorancia fría.
Hay una música en mí, esto es cierto, y todavía me pregunto qué significa este placer sin esperanza. Hay música ante el abismo, sí, y, más lejos, otra vez la campana de la nieve y, aún, mi oído ávido sobre el caldero de las penas, pero
¿qué significa finalmente
este placer sin esperanza?
Ya he hablado del que vigila en mí cuando yo duermo, del desconocido oculto en la memoría. ¿También él va a morir?
No sé. Carece
desesperadamente de importancia.
SIENTO el crepúsculo en mis manos. Llega a través del laurel enfermo. Yo no quiero pensar ni ser amado ni ser feliz ni recordar.
Sólo quiero sentir esta luz en mis manos
y desconocer todos los rostros y que las canciones dejen de pesar en mi corazón
y que los pájaros pasen ante mis ojos y yo no advierta que se han ido
Hay
grietas y sombras en paredes blancas y pronto habrá más grietas y más sombras y finalmente no habrá paredes blancas.
Es la vejez. Fluye en mis venas como agua atravesada por gemidos. Van
a cesar todas las preguntas. Un sol tardío pesa en mis manos inmóviles y a mi quietud vienen a la vez suavemente, como una sola sustancia, el pensamiento y su desaparición.
Es la agonía y la serenidad.
Quizá soy transparente y ya estoy solo sin saberlo. En cualquier caso, ya
la única sabiduría es el olvido.
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